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| Imagen de Ann H/Pexels |
El lunes en la oficina es un día fascinante, quizás el más interesante de la semana.
En los pasillos o en las zonas de café, las personas comparten lo que hicieron en los dos días anteriores. Todos quieren saber lo que hizo el otro. No sé si este afán de novedades es para saciar su curiosidad por la vida ajena, contribuyendo al gran telar social en el que estamos envueltos. O si todos están hambrientos de competición. Y en este caso, el ganador es aquel que presenta el mejor relato. Vence quien realizó actividades con más adrenalina, quien fue a los restaurantes más caros, quien fue invitado a las fiestas más extravagantes.
Y al otro lado de la conversación está quien lanza a los cuatro vientos sus aventuras. Algunas de ellas son narradas con gestos, imitación de voces, suspiros… en fin, una interpretación digna de un Óscar. Las historias son tan detalladas que parecen el diario de una misión; cada hora y minuto del descanso son relatados y representados. Los actores interpretan buscando la aprobación y admiración de los críticos oyentes.
La competición entre los actores es palpable. Como en una subasta, las pujas aumentan gradualmente hasta que ya no es posible incrementar —o maquillar— los hechos. La única puja que se descarta es la realidad: tareas domésticas, preparar a los hijos para la rutina escolar, hacer un maratón de series y películas al lado de quien amas. Cosas simples y accesibles que todos pueden hacer, pero que, lamentablemente, no arrancan aplausos de este público.
Cuando el telón se cierra con la alerta de un nuevo correo o un mensaje en el chat, la compañía se quita el vestuario y regresa al mundo real, un lugar donde el único guion permitido son las actas de reunión, los informes en hojas de cálculo y las discusiones sobre proyectos y problemas.
Capítulos monótonos que se repetirán lentamente hasta que el teatro reabra la próxima semana.

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